A modo de introducción: cuando aterricé en casa de Kristina, recién llegado a Bristol en septiembre, mi idea era pasar allí unas pocas semanas mientras encontraba algo en la ciudad, idealmente cerca del trabajo. Pero las cosas no siempre salen como uno planea, y mis primeras semanas transcurrieron mayormente entre días largos y extenuantes en la universidad, al final de los cuales sólo tenía ganas de volver a mi casa en las afueras. Allí me esperaba generalmente alguna ocurrencia de Alex, y a menudo alguna conversación interesante con mi casera alemana durante la cena, así que con el tiempo no me pareció tan malo eso de coger el tren cada día para volver con mi familia de acogida. Los fines de semana se volvían más incómodos, eso sí, y cuando comencé a utilizar los autobuses nocturnos encontré un ambiente poco halagüeño a bordo. Y así llegó diciembre, con el anuncio de la llegada inminente de un adorable mamífero capaz de hacerme estornudar hasta en sueños. Fue por entonces cuando descubrí que muchas habitaciones se quedaban libres con la entrada del nuevo año, así que, con una miaja de pesambre, decidí retomar el plan inicial.
Pasemos al método: a mediados de diciembre, me puse manos a la obra y comencé con una búsqueda exhaustiva en el portal de anuncios clasificados Gumtree. Después vino la criba de más de 400 anuncios, a la que sobrevivieron 15, y todo este proceso fructificó en 5 visitas a menos de una milla de mi trabajo durante mi entretenido último finde antes de volver a Murcia por Navidad. En 4 de esas visitas pedí tiempo para pensarlo: una habitación muy pequeña en un piso donde querían una respuesta lo antes posible, un cuarto espacioso pero muy viejo en un piso compartido con una mujer maniática y su familia, un cuarto amplio y razonablemente nuevo en la caótica casa de una familia china con un niño monísimo de un año, y un piso de un dormitorio encantador, pero algo alejado de mi trabajo y de mi presupuesto, y además sólo disponible temporalmente. Cuando me dirigía al quinto lugar el domingo por la tarde caía una lluvia nada desdeñable aderezada con viento lateral, y yo había llegado antes de la hora acordada, así que me reconfortó que me abriera un muchacho larguirucho de mi edad y me invitara a pasar con una sonrisa. Richard me enseñó las dos estupendas habitaciones disponibles en el piso, en el que también vivían otras dos jóvenes profesionales. Y yo sólo necesité cinco minutos para decirles que estaba interesado, y que esperaba su respuesta pronto.
Esa respuesta, afirmativa, llegó al día siguiente. Kristina, que había estado al corriente de todo el proceso, se entristeció un poco, quizá contagiada por el tono de mi voz, aunque mayormente se alegró por mí. Kristina es lo más parecido a una familia que tengo en este país - no en vano es la persona con quien contactarían si algo malo me sucediese - así que mis últimos días como inquilino suyo tuvieron algo de ese sarpullido interno que son las despedidas, y que en mi caso no parece mejorar con el paso de los años ni la emigración. Con todo, pasé un fin de semana estupendo, en gran parte gracias a mi amigo Dani, que vino desde Londres en un coche alquilado, lo cual ahuyentó de un plumazo mis problemas con la mudanza. Dani fue el primero que se animó a subir conmigo a la Cabot Tower, desde la cual se indica la distancia con algunas de las ciudades más importantes del mundo. Y cuando llegó el momento, entré al salón y me senté en la alfombra sin saber a ciencia cierta cuál sería el protocolo de despedida de un niño al que nunca he oído dar los buenos días. Alex me miró pensativo por un instante, y luego soltó algo parecido a un gruñido burlón mientras me despeinaba y se reía. Y Kristina me convenció (no tuvo que insistir mucho) para que me llevara algo de cena, mientras intercambiábamos hojas de laurel murcianas por romero de su jardín y coincidíamos en que, trabajando a 5 minutos uno del otro, no sería muy difícil mantener el contacto.
Y de todo esto hace apenas una semana, justo el tiempo que he tenido para comenzar a acostumbrarme a mi nueva vida en la ciudad. Ir andando al trabajo, a hacer la compra, a las estaciones o a los centros deportivos, o poder salir por la noche sin que volver a casa se convierta en una cruzada, son comodidades recién adquiridas. Además, en mi nueva casa no hay gatos, ni se les espera, sino tres chicos de mi edad con los que he cenado algún día viendo Cómo conocí a vuestra madre o el torneo internacional de snooker. Este último show, o cualquier otro evento deportivo, lo encuentro puesto sólo cuando Richard está en el salón. Creo que vamos a llevarnos bien. Por lo demás, le he devuelto a Dani la visita en un finde intenso y divertido por los museos y bares por Londres en el que también pude reencontrarme con Milton, otro buen tío al que conocí en Murcia. Y este miércoles me han pedido que esté en casa por la noche, ya que una de las chicas se va a final de mes y van a venir varias interesadas en alquilar la habitación. Será curioso estar, sólo unas semanas después, al otro lado de ese casting informal. Mi casero, que vino el otro día, me vio recién llegado y, en un tono casi paternal, me insinuó que no me fijara solamente en las apariencias para elegir a la futura compañera de piso. Y luego se puso las dos manos en el pecho a modo de cuchara como si fuera a ordeñarse a sí mismo, para asegurarse de que el mensaje había llegado adecuadamente al receptor.